A continuación se muestran unas historias recolectadas de pláticas con distintas mujeres que fueron desplazadas por la violencia del narcotráfico. En ellas se busca resguardar el anonimato de cada una de ellas. Presiona sobre ellas para leerlas
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Mi familia se estableció en el pueblo desde hace muchos años. Vivíamos todos juntos, en el campo, trabajando, viviendo en paz y en la naturaleza. No sé cómo cambió todo pero desde que hubo una pelea en un baile del pueblo, nos quedó claro que las cosas ya no eran las mismas. Antes, hasta eran divertidas las peleas de los muchachos, pero en esa ocasión el pleito se puso feo, como nunca lo habíamos visto.
Viendo hacia atrás, en algún momento el pueblo se nos llenó de gente mala. El miedo llegó para quedarse: en mi tiendita que siempre tenía abierta, llegaron a robar; también asaltaron a mi esposo, una persona mayor que intentó defenderse y logró correrlos a punta de pistola. Pero luego asesinaron a un primo, en los canales de riego, de noche, cuando él había ido a cuidar su huerta. Luego secuestraron a otros familiares, pero se pagó el rescate y los recuperamos. Sin embargo, a los pocos días, asesinaron a otro familiar nuestro. Ese fue el fin de la familia
Al terminar el funeral nos reunimos todos y decidimos dejar el pueblo. Salimos de noche, llevando apenas lo que pudimos y buscando cada uno en donde establecerse. Yo llegué a esta ciudad, con mi hija, y desde entonces aquí estamos: encerrados, sin mis nietos, sin el campo, sin animales y sin nada. Apenas nos vemos de vez en cuando, pero ya nunca nos hemos vuelto a reunir todos. Perdí mi casa y perdimos nuestras tierras, pero lo que más me duele es eso: haber perdido a mi familia.
Siempre imaginé tener mi casita en el pueblo, vivir en el campo, envejecer ahí y recibir la visita de mis nietos. Morir en paz, cada día me levantaba con esa idea y no me importaba el trabajo duro del campo. Ahora, lo único seguro es que voy a morir. No podemos regresar al pueblo, porque las cosas siguen igual, mi sueño ya no es importante. Ahora sólo quiero que se conozca mi historia: no para que se haga algo, sino para que ya no ocurra. Es bueno que hablemos de ello, porque en algún momento tendremos que hacer algo para detenerlo.
Es cierto que antes había problemas, pero era un lugar de trabajo: a todos nos iba bien con esfuerzo y sacrificio. Sin embargo, las cosas cambiaron. Como ya le dijeron, llegaron gentes extrañas y empezaron a hacer amistad con los muchachos de ahí. Todo se descompuso. Ya ni en la policía se podía confiar.
Cuando decidimos irnos, de noche, me tocó esperar en el crucero de la carretera a mis papás. Imagínese, la noche más larga de mi vida: miedo de que no llegaran, o que nos encontrara alguien más; y toda la angustia por no saber cómo haríamos para seguir adelante. No nos alejamos mucho, porque mi esposo falleció hace años y era hijo único, y yo no podía quitarles sus nietos a mis suegros, por lo que nos quedamos lo más cerca que pudimos.
Mis papás tampoco se quisieron alejar y se quedaron conmigo, pero los demás hermanos y familiares se alejaron lo más que pudieron: a Estados Unidos y hacia el sur de México. Eso es lo que más me duele; haber perdido a mi familia. Crecimos juntos, viviendo uno al lado del otro, viéndonos todos los días y acompañándonos en cualquier tarea, ya fuera por trabajo, por diversión o por enfermedad: siempre juntos. Ahora cada uno está por su lado.
Afortunadamente encontré trabajo antes de que se terminaran nuestros ahorros. Recuerdo que en una ocasión llegó alguien del pueblo a ese negocio, me tocaba atenderlo pero no quise salir, para que no me reconociera. Afortunadamente mi compañera de trabajo entendió mi miedo y se ofreció a cubrirme; no me preguntó nada, sólo me dijo que contara con ella cuando fuera necesario. Eso fue algo bueno, un detalle que no olvido. Pero en general no confío en la gente, trato de hacer bien mi trabajo y de ahí me voy a la casa, nada de andar haciendo amistades, o de platicar lo que nos pasó.
Me da tristeza ver a mis papás tan solos: ellos acostumbrados al campo, a sus nietos, a sus labores, y ahora aquí encerrados, sin tareas, sin nada. También me preocupa uno de mis hijos; otro ya se graduó de la universidad y hasta trabaja, pero este tiene coraje, como un enojo, algo que está ahí adentro. Lo entiendo, porque a veces a mí me pasa igual. No siento coraje por lo que me hicieron a mí, ni por lo que nos quitaron o por las angustias que he pasado. Lo que me da coraje es ver el dolor de mis papás, la angustia en mis hermanos, me da coraje que mi familia ya nunca volverá a estar junta. Me enoja que mis hijos, aún cuando ha pasado tanto tiempo, tengan que sufrir las consecuencias de la violencia: lo que más me duele es mi familia.
Nuestra historia no tiene nada que ver con el narcotráfico. Vivíamos en el rancho, con nuestra huerta y nuestros animales; nunca tuvimos problemas, aunque sí sabíamos de la violencia. Pero llegó el ejército, y empezó el sufrimiento para nosotros. Acusaron a mi hermano de ser parte de un grupo criminal, se lo llevaron preso y empezó el viacrucis de su defensa: abogados, dinero, audiencias, documentos, corrupción e impunidad.
Lo peor es que el pueblo nos volteó la espalda. Mi gente, mi tierra, mis paisanos… no, nada de eso. Nos veían mal, decían cosas, empezaron las amenazas y las agresiones. Luego vino la desaparición de mi papá, al poco tiempo la desaparición de mi otro hermano, y mejor nos salimos de ahí. Después nos enteramos que se apropiaron de nuestras huertas, de nuestras cosas. Ahora nos queda claro que se trataba de eso, de sacarnos para robarse nuestra propiedad. Luego de mucho batallar, logramos la libertad de mi hermano. Al fin se reconoció su inocencia, y lo dejaron libre; así, sin más, sin una disculpa ni nada. Las cosas también cambiaron en el pueblo: se organizaron las llamadas autodefensas y sacaron al ejército; hubo diálogos y parecía que todo se arreglaba. Logramos recuperar algunas cosas, parte de nuestras tierras, pensamos que todo había cambiado y decidimos regresar, queríamos estar en casa, atender nuestras huertas y volver a ser familia.
Pero nos equivocamos: nada ha cambiado. Todo es lo mismo. Mataron a otro familiar, las amenazas no terminan y sé que de algún momento a otro me matan a mi también. Pero ya no me importa. No es que quiera mucho a mi tierra o que me importen los bienes materiales. Esta dejó de ser mi gente, pero tampoco voy a dejar que sea tan fácil que nos roben. Si quiere llámele ejército, policía, autodefensas o narcotraficantes, para mí son lo mismo.
Luego de la angustia y de la vergüenza, a mí sólo me queda el coraje. Creíamos que se podía volver, y hubo un tiempo que hasta de eso nos culpábamos, de haber sido tan ingenuos. Si no hubiéramos regresado nuestro familiar aún seguiría con vida. Pero hoy entendemos que la culpa no es nuestra, nosotros no hicimos nada malo para tener que avergonzarnos, no merecíamos ni el abuso del gobierno ni el rechazo del pueblo. Nosotros somos víctimas. No debemos sentir culpa, y la verdad es que ya tampoco tenemos miedo.
Mi vida era normal, salir con amigas, el trabajo, estar con la familia y atender a mi hijo. Me separé de mi primer esposo, pero él se fue y la vida siguió normal. Luego lo conocí a él, yo era más grande, así que no le di importancia, sabía que en algún momento se iba a ir y así pasó. Pero un tiempo después regresó, y decidí pasar mi vida con él.
A él le iba muy bien, así que nuestra vida era buena. Aunque luego decidió tomar un trabajo más seguro, aunque ganara menos, y así vivimos juntos mucho tiempo. Incluso nos casamos, formamos una familia y vivíamos felices, me comentaba cosas del trabajo, yo atendía la casa y nuestra vida era normal, como la de cualquier familia, hasta que un día ya no regresó.
Recuerdo que esa vez me habló, me dijo que los habían citado y que a lo mejor tardaba un poco más en llegar. Cuando se hizo de noche hablé a su trabajo y me dijeron que sí, que tal vez andaba en comisión porque ahí estaban sus cosas, así que dormí sin angustia. Al otro día hablé nuevamente por teléfono, y me dijeron que él estaba de vacaciones, así que me empecé a preocupar. Fui a su trabajo y ahí estaban sus cosas, pero él no. Nadia me informaba, unos decían que estaba de vacaciones, otros que de comisión y algunos dijeron que a lo mejor se fue de fiesta y que andaba por ahí tomando.
No era sólo él, otro compañero suyo también estaba desaparecido y nos fuimos a poner nuestra denuncia a derechos humanos. Luego de que se cumplieron las 72 horas también puse mi denuncia penal, pero apenas regresaba del juzgado cuando me hablaron y me dijeron que no siguiera buscándolo. Avisé a su familia, anduvimos preguntando y no tuvimos respuestas. Las amenazas siguieron, nuestra primera denuncia en derechos humanos se desapareció y nos citaron para ofrecernos 2 mil pesos como liquidación, dijeron que eso nos ayudaría en lo que regresaba nuestro familiar. Yo no acepté.
Las amenazas siguieron, recados en la puerta, llamadas telefónicas, etc., hasta que un día alguien entró a mi casa: no me hicieron nada, pero lograron darme un buen susto. Pasó el tiempo, conocí a otro muchacho que saludaba y, a los pocos días, apareció muerto. Dijeron que fue mi esposo, que andaba por ahí y que me descubrió engañándolo. Los conocidos empezaron a verme mal y hasta mi familia empezó a dudar de mí. Yo veía un programa en la televisión en donde ayudan a la gente, mandé mi caso, y en respuesta vinieron los de la ministerial a investigar. Mientras eso pasaba otra vez estuve tranquila.
Luego me dijeron que mi esposo estaba muerto. Que pasara por su cadáver pero que no lo podía ver, que no se le hicieron análisis ni nada pero que ya no siguiera buscando. No me dieron acta de defunción, decían que eso ya era cosa mía; fui con un abogado, abrí un juicio pero tampoco me hicieron caso. Sin acta de defunción yo no podía cobrar el seguro de vida de mi esposo: pero tampoco tenía la certeza de que esos restos fueran los de él, así que seguí investigando por mi cuenta.
Las amenazas regresaron. Mi familia se retiró porque en verdad les daba miedo. Ingresé a un programa de atención a víctimas y nos ayudaron para cambiar de ciudad. Pude conseguir un trabajo, me prestaron un departamento, nos llegaba una despensa y mi hijo pudo entrar a una nueva escuela. Pero ese programa terminó, sólo era por un tiempo y el mío se terminó. Y así estoy desde entonces, batallando, con miedo de que algo me pase, esperando tener noticias de mi esposo, buscando descubrir la verdad sobre lo que pasó esa noche.
Mi hermana me apoya, incluso mi papá habló conmigo y me pidió perdón por no haberme ayudado. Perdí a mi esposo, pero pienso en sus papás y me da mucha tristeza: imagine usted el dolor de un padre que pierde a su hijo, la rabia de una madre que ni siquiera tiene un cuerpo para enterrarlo y despedirse de él. Si una pareja duele tanto, un hijo ha de ser un dolor insoportable.
Parece que todo está bien ahora, pero yo no me siento segura. ¿Se imagina? Estoy buscando emigrar a Canadá, en el programa de refugiados: siento que sólo en otro país puedo vivir en paz. Mi esposo desapareció; pero hoy, yo aún sigo escondida.
Mi historia, en parte, sí es culpa mía. Yo fui la que busqué esa relación y la que aguantó muchas cosas. Recuerdo que siempre fue violento, pero nunca creí que las cosas se pondrían peor. La relación nunca fue buena, pero tampoco sabía cómo dejarlo: tuvimos un hijo, luego otro y otro y otro. A veces estábamos juntos, a veces se iba y tardaba en volver, a veces me trataba bien, pero la mayor parte del tiempo me golpeaba y se portaba violento. Yo digo que era amor, pero la verdad es que le tenía miedo.
De las últimas veces que discutimos me amenazó con hacerle algo a mis papás, decía que los iba a matar. Incluso cuando mis papás murieron me sentí contenta, ahora ya no me podía amenazar con eso y a lo mejor hasta me atrevía a dejarlo; pero sólo cambió de familiar, ahora me amenazaba con hacerle daño a mis hermanos. Una vez lo dejé, me cambié de casa y de colonia, pero me encontró y fue peor. Así que desde entonces dije: si de todos modos me va a encontrar, ya para qué me escondo.
Siempre trabajé y afortunadamente eso me ayudó a sacar a mis hijos adelante. Pero si él quería verme sólo me hablaba por teléfono, me decía “nos vemos en tal lado” y yo tenía que ir, llevarle a los niños, hacer todo lo que me dijera. No sé en qué negocios andaba, a veces traía mucho dinero pero la mayor parte del tiempo no me daba nada, incluso hasta me pedía. Yo no quise saber, pero sí me enteré cuando lo detuvieron: fue al reclusorio por andar en cosas de drogas.
Cuando eso pasó se publicó en las noticias, en los diarios, hasta salió en la televisión. La gente del trabajo me empezó a ver raro, un compañero dijo cosas malas de mí y de mi familia, para que me corrieran; pero mi jefe me tranquilizó, me dijo que eran cosas diferentes el trabajo y la familia. Mis hijos quisieron visitar a su papá en prisión, no creían que hubiera hecho algo malo, hasta que fueron conociéndolo y ya no quisieron verlo más: una vez los engañó diciendo que lo iban a operar, y cuando fueron a verlo al reclusorio les quitó el dinero que yo les había dado para su pasaje.
A uno de mis hijos se ve que le afectó más esta situación. Una vez creyó que alguien estaba conmigo, se le ocurrió mencionarlo delante de él y ese día recibí una de las golpizas más fuertes. Ahora mi hijo se siente culpable, dice que ellos tenían que haberme protegido. ¿Pero cómo iban a protegerme? Si mi propia familia, mis hermanos, me pidieron que dejara de visitarlos, y yo lo hice para no meterlos en problemas. Pero sí lo denuncié, busqué ayuda en el DIF, en derechos humanos, fui a la policía, a muchas oficinas de gobierno; yo sabía que la autoridad tenía que ayudarme, pero en ningún lado recibí apoyo.
Creo que eso fue lo más triste de todo, la soledad en que me encontré durante tanto tiempo. La culpa no fue de mis hijos, ni de mi familia, ni tampoco mía: todos teníamos miedo. La culpa fue del gobierno, que no me supo proteger, porque esa es la tarea de las autoridades. Pero también de la sociedad, ya que nadie me tendió la mano, e incluso hubo algunos que me veían mal e intentaron aprovecharse. Después que todo ha pasado, tampoco me siento culpable. Hice lo que pude, lo que sabía, lo que tuve fuerzas para hacer. Lo que si me duele es que ahora, a mis hijos les afecta, en eso sí me gustaría recibir ayuda, para que la culpa se convierta en orgullo.
Yo quiero decirle que nunca he andado en cosas malas. Sé de mujeres que hacen cosas para vivir, o de hombres que dañan a otros. Yo los conozco, pero nunca me ha gustado. Creo que tiene que ver con la familia, con lo que han vivido y aprendido desde niños. Por ejemplo, a muchas de mis conocidas las han violentado, abusado de ellas en casa: su papá, sus hermanos. Esa es la vida que han conocido, y ahora prefieren hacer el mal a que se los hagan.
Todo esto que le cuento sucedió sin pensarlo. Una amiga me invitó a un jaripeo, una fiesta, y yo fui. Estando ahí, los muchachos nos hablaban y platicabamos, estábamos contentas, alegres. Conocimos a un muchacho que quiso estar con nosotras, platicamos y nos acompañó, cuando nos íbamos algo le dijeron y él se regresó a pelar. Nosotros sabíamos que los otros eran malos, y le dijimos que no les hiciera caso, pero no sirvió de nada.
Cuando le dispararon recuerdo verlo ahí, caído, pero haga de cuenta que yo no estaba. Sus amigos gritaban y se lamentaban, mi amiga lloraba, pero yo estaba tranquila, como si no hubiera pasado nada. Entonces nos ofrecieron tequila para el susto, y me acuerdo que le di un trago, y fue como si despertara, como si apenas me diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. Entonces me desmayé. Cuando desperté ahí estaba toda la gente. Había llegado la policía, y agarraron al muerto como un bulto, y lo aventaron a la camioneta sin ningún respeto, eso lo recuerdo muy bien.
Después empezaron los rumores. Los muchachos que lo mataron luego aparecieron muertos; y mi amiga, que luego encontró a su esposo con otra mujer, mejor decidió irse de ahí. Con toda su familia, sus niños, se fue a vivir a Tijuana. Ya nos había pasado lo del jaripeo, y luego con lo que le hizo su esposo ¿para que se quedaba ahí? Pero nadie nos amenazó, ni nos buscó la policía ni nada. Ella sola tomó la decisión de irse.
En realidad nosotros no conocíamos al muchacho, fue la mala suerte que nos tocara estar cerca. Yo no sabía que eso iba a pasar. Si lo hubiera sabido, mejor no salgo ese día. Pero así fueron las cosas. De los muchachos que aparecieron muertos nadie se preocupó ni se comentó nada. Es lo que le digo: la gente se acostumbra a vivir así, es la vida que conocen. Luego, me dijeron que con nosotros todo estaba bien, que sabían que no teníamos nada que ver, que no nos preocupáramos. Pero ¿quién puede vivir así? Yo también decidí irme lejos. Así es como me tocó.
Mi vida era muy tranquila: estar en casa, ver la televisión, hacer la comida. Mi esposo trabajaba y más o menos estábamos bien, nos defendíamos, hasta nos dábamos algunos lujos. Luego empezaron a llegar a visitar a mi esposo hombres armados con pistolas; a mí no me gustaba, siempre me han dado miedo las armas y en casa teníamos a mi hijo chiquito. Pero no era seguido, sólo de vez en cuando.
Así pasó poco más de un año. Esas visitas llegaban y se iban, pero uno como mujer no se metía. Si el esposo decía: “sirve la comida”, uno la servía; si le decían a uno: “cállate”, uno se tenía que callar; si me decían: “métete al cuarto, a ver la tele, y no salgas”, eso es lo que uno hacía. Así se acostumbró siempre. Pero un día mi esposo no llegó, sólo una de las visitas conocidas se presentó para avisarme que mi esposo estaba en la cárcel, y que si yo quería seguir viva tenía que irme de inmediato.
Hasta eso, me dio un poco de dinero y me explicó que me cuidara de desconocidos y de la policía. Yo agarré a mi hijo y me fui. No me acuerdo bien de todo, sólo que tenía mucho miedo y una gran angustia: anduve caminando, escondiéndome cuando alguien venía, sin saber quién me buscaba ni por qué. Yo tenía miedo de los desconocidos y de la policía: unos me podían matar y otros llevarme detenida y quitarme a mi hijo.
Me acordé que de donde éramos, mi mamá decía que había unos familiares, y me fui para allá, pero no los encontré. Ya aquí me quedé, anduve buscando, pero no encontré a nadie. Caminaba de un lado a otro, comía lo que podía y me puse a pedir limosna, con pena y todo, pero yo hacía lo que fuera por mi hijo. Fueron varios meses los que estuve así, viviendo de la caridad, de limosnera, hasta que una mujer me invitó a su casa. Me rentó un cuartito, y con lo que sacaba de la limosna le pagaba. Un día hasta la invité a comer en agradecimiento, y le gustó tanto mi comida que me recomendó dedicarme a eso.
Y así estoy ahora: haciendo comida y vendiendola cada día. En las tardes veo televisión, para entretenerme y para olvidarme un rato de tanto dolor. Solo platico a veces con esta vecina que me ayudó, pero con nadie más. Ella y el señor que me avisó que me fuera son los únicos que me ayudaron. A veces batallo con la policía, que me quitan mis cosas de la venta; alguna gente también me ve feo, será por lo mal vestida o no sé, pero yo no hablo con nadie, a nadie le cuento mis cosas. Mi hijo creció y ya tiene su vida, eso es lo que más gusto me da.
Mi marido siempre fue igual. Pero a esa edad uno no piensa, y creía que así tenían que ser las cosas. Me acostumbré a vivir así. Un día encontré entre sus cosas la mercancía que vendía, él no se dio cuenta y se lo conté a mi suegra. Una mujer muy buena, que siempre me aconsejó y me trató muy bien. Ella sí sabía en las que andaba su hijo, pero no podía hacer ni decir nada. De esas cosas no se hablaba en la casa.
En la calle la gente nos miraba feo. Todos sabían lo que hacía mi marido, y era normal que nos rechazaran. Aunque una que, verdad, pero si entiendo que tuvieran ese recelo conmigo. De todos modos yo no acostumbraba hablar con nadie, a mi marido no le gustaba. En una ocasión le serví mal la comida, no sé qué fue, si estaba fría o con algo que no le gustaba, pero la serví mal. El se paró enojado y empezó a pegarme; yo estaba embarazada, y por los golpes perdí a mi bebé.
Sentí tanta tristeza y tanto coraje que me decidí a hacer lo que nunca me hubiera atrevido: busqué la oportunidad, y como ya sabía en donde guardaba sus cosas, tomé el dinero que había y me fui. Lo robé. No sé de dónde saqué valor, pero era algo que tenía que hacer. No sé como le haya ido a mi suegra con su hijo, pero yo junté valor, fui por mi hija y salí corriendo hasta llegar a la central de autobuses. Ahí tomé un camión y nunca más volví la vista atrás.
Pasado el tiempo recibí apoyo de mi familia. Ahora vivo con mi hermana, y ellos me ayudan para salir adelante. Yo espero encontrar un trabajo y tener una vida sin tantos problemas, pero como nunca aprendí nada ni fui a la escuela ni me preparé, es más difícil. Aquí es lo mismo ahora, casi ni quiero salir porque no quiero que sepan donde vivo, siento miedo de que mi esposo me encuentre y me vaya a hacer algo. Por eso, si me quedo quieta, sin hablar con nadie, estoy tranquila.
Como quiera no es igual como antes, de estar todos los días con la angustia, con el miedo de que ya iba a llegar y quién sabe cómo me trataría. Ahora estoy mejor. Mi vida cambió. A veces me da tristeza haberme casado con él y las malas decisiones que tomé. Pero yo no sabía que así sería. Si hoy supiera de alguien que está en la misma situación, trataría de ayudarla: a lo mejor nada más darle un abrazo y no preguntarle nada. Eso es lo que más falta me hizo.
Para que le cuente mi historia deje le pongo en contexto. Siempre he vivido y trabajado aquí, así que la gente nos conoce y nos quiere. Mi esposo tiene sus huertas y sus animales, y en las tardes trabajaba con él, en el campo, los dos juntos. Participamos en la iglesia, estamos en los grupos de la iglesia, y fue ahí en donde se empezó a platicar que el pueblo estaba cambiando.
Primero secuestraron a una familia completa, unos hermanos que ya estaban grandes, se rescató a las dos mujeres pero los dos hombres aparecieron muertos en una zanja ubicada como a 50 metros de su casa. Se decía que eran los mismos de la policía, que ellos eran quienes andaban robando y secuestrando. Luego, el dueño de la empacadora de fruta también lo secuestraron; pero la familia pagó el rescate y lo dejaron libre. Nosotros nos enteramos porque cuando fuimos a entregarle lo del corte de nuestra huerta, nos advirtió que nos cuidaramos, porque ahí en donde lo tuvieron le preguntaron mucho por mi marido: que cuantas huertas tenía, que cuanto le pagaba en cada corte y cosas así.
Mi esposo dejó de llevar la fruta y yo era quien la entregaba, y estando ahí vi cuando llegaron unos hombres a cobrar: nos enteramos que lo dejaron libre, pero cada tiempo tenía que entregar una cantidad. Nos dio mucho miedo la situación y dejamos de llevar fruta. La recogían ahí en la huerta, y ya casi no salíamos; sólo mi esposo fue al cuartel del ejército para denunciar con un teniente que nuestra vida estaba en riesgo. Le dijeron que siguiera como si nada, pero que tomara precauciones. Hasta que una tarde lo secuestraron.
Fue todo un viacrucis hacer la denuncia, la policía nunca me apoyó y al contrario, me trataron mal y me advirtieron que me iban a investigar también a mí, que yo era sospechosa. Luego de eso me hablaron los secuestradores, me dijeron que ya sabían que había puesto la denuncia, y que eso nunca iba a avanzar, y se reían, y me advirtieron que sí quería ver a mi esposo les juntara 2 millones. Me puse a vender cosas para juntar el dinero. Pero cada que salía de la casa me hablaban por teléfono y me preguntaban a dónde iba, les tenía que decir y hacer lo que decía, porque si no me amenazaban.
No me atrevía a ir con el ejército, con ese teniente que ya sabía de nuestra situación. A los secuestradores les pedí una prueba de vida, y me dijeron que si quería el brazo izquierdo o el derecho, que yo les dijera cuál le cortaban y me lo mandaban, y se oía el sonido de una sierra y las risas de estos hombres. Lo peor es que mi hija estaba escuchando y se puso a llorar, gritando que no dejáramos que le cortaran el brazo a su papá. De ahí decidí huir, me escapé con mi hija, brincando una barda de la casa y subiendo un cerro, para que no me vieran.
Anduve peregrinando, de casa de un familiar a otra. Perdí contacto con esa gente, pero luego me volvieron a hablar y me decían que me apurara, que depositara los dos millones y que ellos me decían en donde recoger a mi esposo, o que si no lo iban a tirar por ahí en el cerro y a ver cuando lo encontraba. Como estaba en la ciudad, fui a poner una denuncia con la policía del estado, pero tampoco me hicieron caso, me decían que para qué, si ya estaba la denuncia en el municipio.
Estando ahí conocí a otras familias con el mismo problema, y nos organizamos en un colectivo, fuimos a la fiscalía de la república y ahí sí nos atendieron, tomaron nuestra denuncia y les tomaron una muestra de ADN a mis suegros, por si salía algún cuerpo le hicieran la prueba. En esta lucha nos ha tocado de todo. Agentes muy capaces y humanos, pero otros que sólo se burlan, que nos hacen perder el tiempo, que nos esconden documentos o los pierden. Muchas veces me tocó pelear para que revisaran mi caso cuando en las noticias me enteraba que habían encontrado cuerpos abandonados, yo pensaba que uno de ellos podría ser mi esposo. Pero a veces me hacían caso, a veces no.
Con el tiempo, aprovechando que no estábamos en el pueblo, nos despojaron de nuestras cosas, hasta la casa invadieron. Yo tuve que huir a otro estado porque las amenazas continuaban, me siguieron hablando por teléfono y pidiendo dinero. Mis compañeros de trabajo y de la iglesia me apoyaron, y gracias a eso me escucharon en la procuraduría, pero no ha servido de nada. Cómo estamos organizados a veces nos atienden mejor, tenemos abogados que nos asesoran y conocemos de los trámites que hay que hacer, pero nada. ¡Imagínese la gente que no sabe! No me imagino el infierno que han de pasar.
Mi esposo era periodista. Junto con otro amigo decidimos fundar una radio comunitaria: nos preocupaba el deterioro ambiental y social en nuestra región, mismo que notamos al regresar a vivir ahí luego de radicar fuera por mucho tiempo. Poco a poco fuimos ganando la confianza y el cariño de la gente, porque empezamos a tocar temas que eran difíciles y en los que tocábamos intereses de delincuentes e incluso de funcionarios de gobierno. Si recibimos algunos comentarios, amenazas, pero nunca les dimos importancia porque además no sentíamos miedo.
Pero el día del temblor, mi esposo salió a ayudar. Se cayeron casas, se fue la luz, hubo heridos y muchos perdieron su patrimonio. Cómo él era voluntario de protección civil y tenía experiencia en el rescate, estuvo ayudando en varias comunidades. Me habló que lo estaban esperando en una comunidad cercana, que le había pedido ayuda, pero nunca llegó a ese lugar. El caso se hizo público, mucha gente salió a la carretera para ayudar en su búsqueda, por la radio comunitaria se recibieron mensajes de solidaridad y de apoyo y el movimiento fue creciendo hasta que el gobierno activó la alerta amber. Todos en la región estábamos buscándolo.
Yo creo que por esa razón es que pasó lo que vino después. Apareció una captura de pantalla de una computadora en la que supuestamente mi esposo estaba teniendo una conversación con alguien a quien le decía que se iba de la región porque me había encontrado con mi amante. Esa noticia primero apareció en un periódico, y de ahí se extendió por todos lados: la gente empezó a dudar y dejaron de ayudarme en la búsqueda, me veían mal, me maltrataban y me enviaban mensajes e imágenes ofensivas.
No se imagina lo que fue eso. Un funcionario público salió a declarar que todo se trataba de un problema marital, y que ya no había que seguir buscando. Una verdadera campaña de desprestigio orientada a terminar con la fuerza que el movimiento de búsqueda había logrado, a impedir que se encontrara a los culpables de la desaparición de mi esposo. Recibí muchos mensajes de odio, se hicieron memes en las redes sociales, terminaron con la ayuda que el pueblo me estaba dando y sólo mi mamá siguió confiando en mí.
Al poco tiempo tuve noticias de mi esposo. Logró escapar de quienes lo estaban persiguiendo en la carretera y huyó para buscar ayuda. En la ciudad de México fue recibido por colegas periodistas, pero fueron días los que tardó en llegar. Me dice que sólo pensó en ponerse a salvo, y evitar ponernos en riesgo a nosotros, por eso nunca habló ni nada. Cuando ya estaba seguro dio unas declaraciones al semanario Proceso, y así fue como me enteré que seguía vivo. Pero yo sentía mucha desconfianza, hab[ia cambiado su apariencia en su travesía, para no ser reconocido, pero yo también dudaba que sí fuera él. Sentía felicidad por saber que estaba vivo, pero coraje por que me dejó sola, y por no saber todavía lo que estaba pasando.
Imagine mi coraje, cuando su propia familia fueron de los principales instigadores del odio hacia mi persona. Su hermano fue quien estuvo dando declaraciones que apoyaban la idea de que todo era culpa mía, y que mi esposo estaba bien lejos de mí. El cariño que la gente me había demostrado se transformó en odio; mis proyectos personales, de trabajo y desarrollo en la comunidad que tenía 3 años dedicándoles mi tiempo, se terminaron. Sólo quedó el coraje, el dolor y la vergüenza, sin merecerlo, pero de un modo u otro ya ni siquiera podía salir a la calle.
No lograron su propósito de desaparecer a mi esposo, pero en el sentido de destruir todo lo que habíamos hecho si lograron derrotarnos: sólo usando un chisme, dejando correr un rumor y acusándome de ser una mala mujer, algo imperdonable entre la gente de la comunidad. Mi esposo responsabilizó de su situación a los 3 niveles de gobierno; Osorio Chong, que era secretario de gobernación, personalmente atendió a mi esposo y lo canalizó al programa de protección a periodistas. Lo resguardaron de inmediato y posteriormente me extrajeron a mí y a mis hijos para reunirnos en un sitio seguro.
Durante casi 3 meses estuvimos viviendo en un hotel. Eso inició en octubre, y en diciembre mi hija cumplió sus 15 años… los planes de una fiesta, la ilusión, la alegría de este suceso, también nos lo quitaron. No fue sólo que ya no pudiéramos hacer la fiesta, sino la realidad de que incluso haciéndola ¿a quién íbamos a invitar?, ¿quién se atrevería a ir? Ahí fue cuando tomamos conciencia que nos habían acabado por completo. Que la vida como la teníamos ya se había acabado y que en adelante teníamos que construir todo de nuevo, con el miedo de no saber qué esperar y con el coraje de sentirse destruido.
Del extranjero recibimos algunas propuestas de apoyo. Nuestro caso era visto con preocupación fuera del país y no en nuestra propia comunidad, no en las personas que nos conocían y a las que le habíamos entregado nuestro tiempo y nuestro trabajo. Además el mecanismo de protección no era del todo seguro, para empezar sólo apoyo a la víctima directa y no a la familia, luego el estar encerrados, recluidos en un hotel, finalmente teníamos un botón de pánico, pero no era de respuesta inmediata, y nos enteramos de la muerte de otro periodista que estaba en el programa: simplemente lo esperaron afuera del hotel y lo ejecutaron.
La ayuda psicológica que recibí es muy precaria, esporádica, poco especializada y para nada profesional. Y además están los hijos: ellos también padecen ese cambio de vida, de rutinas, de costumbres. En mi caso fueron un escudo, mi protección, mis ganas de vivir, pero también mi preocupación. Por eso me encargué de fortalecerme mentalmente, en lo psicológico y en lo espiritual, para poder estar con ellos y darles herramientas positivas. Todos nos atacaron, pero la familia y los verdaderos amigos siempre estuvieron ahí.
Después nos enteramos por los mismos periodistas que desde el gobierno se repartió dinero para que yo fuera atacada. Se pagó para que se difundiera la idea de un problema marital cuando atacaron a mi esposo. Hemos dejado atrás esa parte y ahora estamos tratando de reconstruir nuestra vida, buscando que no nos quiten también las ganas de vivir. Hoy queremos ayudar, incluso estamos trabajando con más periodistas en este tema. Nos tocó recoger los pedazos de nuestra vida y rearmarla para seguir viviendo. Terminaron con nuestro trabajo en la región, hicieron huir a mi esposo, destrozaron nuestras vidas y nuestros sueños, pero no vamos a dejar que nos roben nada más.